40 AÑOS EN EL “FRANCESC GIL”
Hace
ya muchos años, una tarde de otoño, me trajeron una compañera nueva. Una chica
muy joven, con el pelo rizado “a lo afro” pero rubia, de ojos claros y muy
delgada. Me causó inseguridad y desconfianza. Me parecía inexperta y un poco
tímida.
No
tardé en darme cuenta de que no tenía ni idea de lo que había que hacer aquí.
Le dijeron que yo iba a ser su compañera y me miró un poco extrañada, yo diría
que perpleja. Ambas comprendimos que tendríamos que arreglárnoslas juntas. Y así
empezó esta aventura para ella, porque yo, a aquellas alturas, ya me lo sabía
todo.
Nos
dejaron solas. La chica, ignorándome por completo, empezó a hurgar en los
armarios metálicos que, con las puertas rotas, albergaban el escaso archivo que
existía aquí: un par de cuadernos de anillas y tres o cuatro cajas con unos
cuantos expedientes dentro: la historia del primer año de vida de este Centro,
cuyo bagaje era tan escaso que no tenía ni nombre.
No
comprendí al principio aquella curiosidad
excesiva, aquella avidez con la que leyó todos los papelotes guardados
en aquellos armarios. También empezó a ordenar como loca todo lo que hasta entonces aparecía por
las mesas en montones interminables.
Hasta
que me dí cuenta de que estaba llevando a cabo un plan bien trazado para acabar teniendo el control de todo y
hacerme trabajar a su antojo. Quedé en
sus manos sin remedio. Por aquí pasaba mucha gente, pero eso: solo pasaban. La
que siempre estaba aquí era ella y yo no tenía escapatoria; nadie vendría a
rescatarme.
Le
auguré una corta estancia pero me equivoqué de lleno. Primero consiguió
encontrarse aquí como pez en el agua y pronto su vida empezó a fraguar. En
pocos años se casó y fue madre dos veces. Además era de cerca. Por si esto no
fueran bastantes razones para no moverse
de aquí, superó unas oposiciones para cubrir esta plaza. Le ofrecieron otra,
pero eligió quedarse conmigo a pesar de todo.
A
partir de entonces tuve la certeza de que había venido para quedarse. He
contado unas diez personas que han compartido con ella espacio y trabajo, pero
sólo ella y yo permanecemos en el mismo lugar. El paso del tiempo, como en el
retrato de Dorian Grey, ha jugado a mi favor: Yo soy Dorian y ella el retrato.
Todos los días nos mirábamos la una a la otra. Yo ya rondaba los cincuenta
cuando apareció por aquí. La oí llamarme
momia y pieza de museo. La vi hacer una mueca socarrona cuando le dijeron que
tendría que trabajar conmigo. Y todo se lo tuvo que tragar, porque le fui muy
útil. Además, para su disgusto, tardaron muchos años en relevarme y darme un
destino distinto en otra dependencia. Por
cierto, mi nuevo destino es mejor; cuando detectan mi presencia, todos
me alaban. En cambio ella, continua en el mismo sitio y no puede disimular el
paso de los años.
Tengo
que reconocer que le hice algunas trastadas. Ella a mi también me hizo sufrir
muchas peripecias. Pero con el paso del tiempo, nos lo hemos perdonado todo.
Además ahora le tengo envidia. Estoy segura
de que ella ha sido feliz aquí.
Yo, en cambio, he pasado todo este tiempo sin ser capaz de apreciar
nada, ni alegrías ni penas de nadie.
Tampoco he conseguido hacer ni un sólo amigo entre tanta gente que ha
deambulado, reído, llorado o alborotado por estos pasillos y aulas.
Creo
que de ella se acuerdan muchísimos. De mí, solo si me ven.
Aunque
sigo siendo una Dama.
Todavía
nos miramos alguna vez.
*****************
Una
carambola de la vida me trajo a trabajar aquí. No hubo entonces nadie que perdiera ni un minuto en enseñarme el
edificio. Nada. Ni los servicios. Directamente me indicaron cual iba a ser el
lugar en el que trabajaría.
Era
una tarde de principios de septiembre. El vestíbulo estaba lleno de alumnos con
prisa por matricularse. Así que, rápidamente, me dieron cuatro instrucciones y
me puse a recoger papeles, sin saber qué tenía que hacer después con ellos.
No
me importó nada. La ilusión de un trabajo nuevo consiguió que no viera nada
mal. No me iba a desanimar la austeridad
de aquel espacio en el que no había más
que lo justo. Bueno, menos que lo justo. Pero yo estaba en condiciones de
trabajar de cualquier modo. No había obstáculos.
La
estancia era grande, pero descuidada. Dos armarios metálicos desvencijados y
papeles amontonados en mesas de alumnos que llenaban los rincones. Un enorme
mueble separaba la estancia en dos partes desiguales: una, la más grande, iba a
ser para mí y la otra para quienes
vinieran a solucionar cualquier problema relacionado con su enseñanza. Como en
la vida misma, la parte usada por más gente era la más pequeña. Yo sola
disfrutaría de dos tercios del espacio.
La
mesa que me destinaron, como casi todo lo demás, era de segunda mano. Por
fortuna, uno de sus cajones tenía cerradura y funcionaba. Así que lo más
importante podía ser guardado con llave.
En
un pupitre retirado de su inicial destino, estaba ella, oscura e inmóvil. Una
auténtica antigualla. Tan seria. Tan oscura. De una dureza imponente. Le calculé más de 45 años. Como yo sólo tenía
20, me pareció muy mayor.
El
guía se dirigió a mí:
-
Aquí tienes la máquina de escribir- Me dijo señalándola.
Allí
tenía la única herramienta mecánica que había para no hacer las cosas a mano:
Una Hispano-Olivetti modelo M40, fabricada en los años 30 en España (así reza
aún en su parte trasera).
Observé
que no era nueva y me explicaron que un abogado del Ayuntamiento, jubilado ya,
había tenido el detalle de donarla al Centro cuando la sustituyó por otra más moderna.
Durante
muchos años fuimos compañeras
inseparables. No había día que no trabajáramos juntas. La sometí a las más duras tareas. Como no
había fotocopiadora, cargaba su carro con cuatro folios y sus correspondientes
láminas de papel de carboplán. Así
no tenía que repetir un escrito varias veces. Mis dedos martilleaban su
teclado sin piedad para marcar la última copia. Cuando llegaba el final del
curso, era todavía más cruel con ella: las actas de calificación del final y
los impresos más grandes que el folio, tenía que doblarlos por la mitad.
Después de escribir sobre una cara le daba la vuelta y así completaba la tarea.
Ella,
por su parte, cuando se veía muy presionada me gastaba alguna pasada: Se ponía
a escribir torcido sobre una línea recta o daba por finalizado el uso de su
cinta negra como el alquitrán e igual de pringosa y me obligaba a cambiarla en
mitad del trabajo más preciso. Los dedos se me ponían negros para tres días…
Aún
recuerdo el impacto que me causó verla aquí.
No
pude evitar sonreír cuando me dijeron que tendría que apañarme con aquella
máquina que para ubicarla en la época
de las cavernas, sólo le faltaba ser de
piedra.
*****************
Hoy para mí, se ha convertido en un símbolo. Ahora que ha transcurrido tanto tiempo desde que nos
encontramos aquí ella y yo, me doy cuenta del vínculo que nos une.
Es este un lugar por el que pasa mucha gente, pero para
permanecer poco tiempo, como en una estación
en donde todos tenemos un tren que coger. Cada persona que pasa por
aquí espera lo justo.
Mi caso ha sido distinto: yo me quedé una vida entera.
Y la vieja máquina me lo recuerda cada vez que nos
vemos. Hemos mantenido un pulso desde
hace mucho tiempo y llegué a pensar
que yo vencería. Sigo luchando, pero a
estas alturas ya me he dado cuenta de que no tengo nada que hacer, no podré
ganar. También soy consciente de que
ella no emprenderá ningún viaje y yo, sin embargo, tendré que coger mi tren y
seguir mi camino.
Me iré con un gran equipaje, mucho mejor y más abultado que
el que traje al llegar, compuesto de grandes amigos, buenísimos recuerdos y la
satisfacción de haber desempeñado un buen trabajo.
Tras casi cuarenta años, la Olivetti, trabajar, ha
trabajado, pero no ha conseguido
aprender ni enterarse de nada y además seguirá
impasible cuando yo me vaya, sin percatarse de que he sido su mejor
amiga. Únicamente permanece tan joven y tan vieja como el primer día.
Sigue siendo una Dama. Pero de hierro.
Vicenta Roig Fernández de la Cámara
Administrativa del IES Francesc Gil
Noviembre de 2016
Noviembre de 2016
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