domingo, 20 de noviembre de 2016

40 AÑOS EN EL “FRANCESC GIL”

40 AÑOS EN EL “FRANCESC GIL”

Hace ya muchos años, una tarde de otoño, me trajeron una compañera nueva. Una chica muy joven, con el pelo rizado “a lo afro” pero rubia, de ojos claros y muy delgada. Me causó inseguridad y desconfianza. Me parecía inexperta y un poco tímida.
No tardé en darme cuenta de que no tenía ni idea de lo que había que hacer aquí. Le dijeron que yo iba a ser su compañera y me miró un poco extrañada, yo diría que perpleja. Ambas comprendimos que tendríamos que arreglárnoslas juntas. Y así empezó esta aventura para ella, porque yo, a aquellas alturas, ya me lo sabía todo.
Nos dejaron solas. La chica, ignorándome por completo, empezó a hurgar en los armarios metálicos que, con las puertas rotas, albergaban el escaso archivo que existía aquí: un par de cuadernos de anillas y tres o cuatro cajas con unos cuantos expedientes dentro: la historia del primer año de vida de este Centro, cuyo bagaje era tan escaso que no tenía ni nombre.

No comprendí al principio aquella curiosidad  excesiva, aquella avidez con la que leyó todos los papelotes guardados en aquellos armarios. También empezó a ordenar como  loca todo lo que hasta entonces aparecía por las mesas en montones interminables.

Hasta que me dí cuenta de que estaba llevando a cabo un plan bien trazado  para acabar teniendo el control de todo y hacerme trabajar  a su antojo. Quedé en sus manos sin remedio. Por aquí pasaba mucha gente, pero eso: solo pasaban. La que siempre estaba aquí era ella y yo no tenía escapatoria; nadie vendría a rescatarme.

Le auguré una corta estancia pero me equivoqué de lleno. Primero consiguió encontrarse aquí como pez en el agua y pronto su vida empezó a fraguar. En pocos años se casó y fue madre dos veces. Además era de cerca. Por si esto no fueran  bastantes razones para no moverse de aquí, superó unas oposiciones para cubrir esta plaza. Le ofrecieron otra, pero eligió quedarse conmigo a pesar de todo.

A partir de entonces tuve la certeza de que había venido para quedarse. He contado unas diez personas que han compartido con ella espacio y trabajo, pero sólo ella y yo permanecemos en el mismo lugar. El paso del tiempo, como en el retrato de Dorian Grey, ha jugado a mi favor: Yo soy Dorian y ella el retrato. Todos los días nos mirábamos la una a la otra. Yo ya rondaba los cincuenta cuando  apareció por aquí. La oí llamarme momia y pieza de museo. La vi hacer una mueca socarrona cuando le dijeron que tendría que trabajar conmigo. Y todo se lo tuvo que tragar, porque le fui muy útil. Además, para su disgusto, tardaron muchos años en relevarme y darme un destino distinto en otra dependencia. Por  cierto, mi nuevo destino es mejor; cuando detectan mi presencia, todos me alaban. En cambio ella, continua en el mismo sitio y no puede disimular el paso de los años.

Tengo que reconocer que le hice algunas trastadas. Ella a mi también me hizo sufrir muchas peripecias. Pero con el paso del tiempo, nos lo hemos perdonado todo. Además ahora le tengo envidia. Estoy segura  de que ella ha sido feliz aquí.  Yo, en cambio, he pasado todo este tiempo sin ser capaz de apreciar nada, ni  alegrías ni penas de nadie. Tampoco he conseguido hacer ni un sólo amigo entre tanta gente que ha deambulado, reído, llorado o alborotado por estos pasillos y aulas.
Creo que de ella se acuerdan muchísimos. De mí, solo si me ven.
Aunque sigo siendo una Dama.

Todavía nos miramos alguna vez.


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Una carambola de la vida me trajo a trabajar aquí. No hubo entonces nadie que  perdiera ni un minuto en enseñarme el edificio. Nada. Ni los servicios. Directamente me indicaron cual iba a ser el lugar en el que trabajaría.
Era una tarde de principios de septiembre. El vestíbulo estaba lleno de alumnos con prisa por matricularse. Así que, rápidamente, me dieron cuatro instrucciones y me puse a recoger papeles, sin saber qué tenía que hacer después con ellos.
No me importó nada. La ilusión de un trabajo nuevo consiguió que no viera nada mal.  No me iba a desanimar la austeridad de aquel espacio en el que no había  más que lo justo. Bueno, menos que lo justo. Pero yo estaba en condiciones de trabajar de cualquier modo. No había obstáculos.

La estancia era grande, pero descuidada. Dos armarios metálicos desvencijados y papeles amontonados en mesas de alumnos que llenaban los rincones. Un enorme mueble separaba la estancia en dos partes desiguales: una, la más grande, iba a ser para mí y la otra para  quienes vinieran a solucionar cualquier problema relacionado con su enseñanza. Como en la vida misma, la parte usada por más gente era la más pequeña. Yo sola disfrutaría de dos tercios del espacio. 

La mesa que me destinaron, como casi todo lo demás, era de segunda mano. Por fortuna, uno de sus cajones tenía cerradura y funcionaba. Así que lo más importante podía ser guardado con llave.

En un pupitre retirado de su inicial destino, estaba ella, oscura e inmóvil. Una auténtica antigualla. Tan seria. Tan oscura. De una dureza imponente.  Le calculé más de 45 años. Como yo sólo tenía 20, me pareció muy mayor.

El guía  se dirigió a mí:
- Aquí tienes la máquina de escribir- Me dijo señalándola.

Allí tenía la única herramienta mecánica que había para no hacer las cosas a mano: Una Hispano-Olivetti modelo M40, fabricada en los años 30 en España (así reza aún en su parte trasera). 
Observé que no era nueva y me explicaron que un abogado del Ayuntamiento, jubilado ya, había tenido el detalle de donarla al Centro cuando la sustituyó por otra más moderna.
Durante muchos años fuimos compañeras  inseparables. No había día que no trabajáramos juntas.  La sometí a las más duras tareas. Como no había fotocopiadora, cargaba su carro con cuatro folios y sus correspondientes láminas de papel de carboplán. Así  no tenía que repetir un escrito varias veces. Mis dedos martilleaban su teclado sin piedad para marcar la última copia. Cuando llegaba el final del curso, era todavía más cruel con ella: las actas de calificación del final y los impresos más grandes que el folio, tenía que doblarlos por la mitad. Después de escribir sobre una cara le daba la vuelta y así completaba la tarea.

Ella, por su parte, cuando se veía muy presionada me gastaba alguna pasada: Se ponía a escribir torcido sobre una línea recta o daba por finalizado el uso de su cinta negra como el alquitrán e igual de pringosa y me obligaba a cambiarla en mitad del trabajo más preciso. Los dedos se me ponían negros para tres días…


Aún recuerdo el impacto que me causó verla aquí.
No pude evitar sonreír cuando me dijeron que tendría que apañarme con aquella máquina que para ubicarla  en la época de  las cavernas, sólo le faltaba ser de piedra.

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Hoy para mí, se ha convertido en un símbolo. Ahora que  ha transcurrido tanto tiempo desde que nos encontramos aquí ella y yo, me doy cuenta del vínculo que nos une.

Es este un lugar por el que pasa mucha gente, pero para permanecer poco tiempo, como en una estación  en donde todos tenemos un tren que coger. Cada persona que pasa por aquí  espera lo justo.

Mi caso ha sido distinto: yo me quedé una vida entera.

Y la vieja máquina me lo recuerda cada vez que nos vemos.  Hemos mantenido un pulso desde hace mucho tiempo y  llegué a pensar que  yo vencería. Sigo luchando, pero a estas alturas ya me he dado cuenta de que no tengo nada que hacer, no podré ganar.  También soy consciente de que ella no emprenderá ningún viaje y yo, sin embargo, tendré que coger mi tren y seguir mi camino.

Me iré con un gran equipaje, mucho mejor y más abultado que el que traje al llegar, compuesto de grandes amigos, buenísimos recuerdos y la satisfacción de haber desempeñado un buen trabajo.

Tras casi cuarenta años, la Olivetti, trabajar, ha trabajado, pero no ha conseguido aprender ni enterarse de nada y además seguirá  impasible cuando yo me vaya, sin percatarse de que he sido su mejor amiga. Únicamente permanece tan joven y tan vieja como el primer día.
Sigue siendo una Dama. Pero de hierro.


Vicenta Roig Fernández de la Cámara
Administrativa del IES Francesc Gil
Noviembre de 2016          

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