En esta edición los ganadores han sido:
Modalidad A
1er premio: Eduardo Juan Amorós: El difícil camino de la guerra.
El
difícil camino de la guerra
Eran
pasadas las doce de la madrugada cuando acosté a mi hermanita, la pequeña
Nahla. Papá todavía no había llegado del trabajo, y por eso, me senté en el
sillón del salón a esperarlo. La espera se me hizo bastante larga, así que cogí
un libro de la estantería llamado “La historia de nuestro país” (en árabe تاريخ
بلدنا ). Empecé a leer tan pronto como cogí el libro, ya que era un
libro que hacía tiempo que quería leer, pero nunca había encontrado el momento
idóneo para hacerlo. En él se narraba la historia de nuestro país, Siria.
Papá llegó
sobre las dos de la madrugada y me explicó que había tenido una reunión de
trabajo y por lo tanto, se había retrasado. Nos dimos las buenas noches, pero
yo no me fui a dormir, sino que volví al sillón del salón para acabar de leer
el libro que antes había empezado. Leí y leí hasta que mis pequeñas pupilas
empezaron a cerrarse como una flor a la que no le llega el sol.
Desperté en
la cama y esto me hizo pensar que fue mi querida madre la que me llevó hasta
allí. Era un martes a mediados de marzo del 2011 y el sol resplandecía como
nunca antes lo había hecho. Pero de pronto papá recibió una llamada urgente del
gobierno sirio. Parecía algo grave y es que mi padre era ni más ni menos que el
Jefe de las Fuerzas Armadas de Siria. Papá empezó a gritar como si de
locos se tratase la cosa. Cuando los gritos alcanzaron su punto álgido de
volumen, cogió su mochila y se marchó de casa sin decir nada a nadie. Todos
fuimos corriendo al patio para detenerle y preguntarle qué pasaba, pero se fue
tan deprisa que no nos dio tiempo ni a decirle adiós.
Pasamos
unas cuantas horas solos y sin noticias, hasta que por fin, papá llegó. Llegó
con las venas de la cabeza muy hinchadas, al parecer de la rabia que acumulaba.
Mi madre le dio unos medicamentos para calmarlo y lo sentó en el sillón. Más
tarde, le preguntó qué había ocurrido.
Papá nos
contó que esa mañana un grupo de manifestantes había irrumpido en las
comandancias de la policía de Damasco, ciudad donde residíamos, en protesta de
las torturas a un grupo de adolescentes que habían pintado consignas
revolucionarias contra el presidente en un muro escolar de la ciudad de Deraa.
En los días
siguientes hubo muchas manifestaciones en muchas ciudades del país, hasta que
en una de ellas, el gobierno sirio irrumpió con tanques i armas dejando decenas
de fallecidos a sus pies. En ese momento se supo que Siria, nuestro país,
un país donde reinaba la felicidad y la prosperidad, se encontraba en una cruel
guerra. Una guerra dura y que seguro llevaría a Siria a un nivel de pobreza
elevado, desgraciadamente.
Los días
transcurrían lentos y papá no volvía a casa. Mamá y yo decidimos llamarle, pero
el gobierno había cortado la red telefónica. Mamá no sabía qué hacer, así que
nos dijo que nos preparásemos, porque nos íbamos a casa de los abuelos. Los
abuelos no vivían muy lejos de nuestra casa, sólo teníamos que andar un par de
quilómetros para llegar.
Llegamos
sanos y salvos, aunque un poco cansados. Al llegar vimos que todo estaba
cerrado y nos asustamos. Cuando entramos vimos a mi abuelo llorando
desesperado, nos contó que la abuela estaba en las últimas. Fuimos deprisa a su
habitación. Allí estaba mi abuela; pálida, tranquila y con una respiración que
casi no se oía. Al vernos, sonrió levemente. Estaba tapada con una manta que
habíamos tejido mamá y yo, y esto me dibujó una sonrisa en la cara.
De pronto
oímos unas voces que venían del exterior y nos asomamos a la ventana para ver
qué ocurría. Había seis militares del ejército sirio y nos pareció que estaban
cogiendo a la gente de sus casas. Nosotros nos asustamos, pero decidimos
quedarnos callados y sin hacer ruido para pasar desapercibidos.
Al cabo de
una hora ya no escuchábamos ningún ruido, así que mi abuelo fue a abrir la
puerta para comprobarlo. Al abrirla, un soldado se giró y vio como mi abuelo
pretendía salir a la calle. El soldado empezó a gritar y en cuestión de minutos
llamaron a la puerta, venían a por nosotros. Nos despedimos para siempre de
nuestra querida abuela, ya que pensamos que nunca más la volveríamos a ver.
Todos rompimos a llorar desesperados, sobre todo mi abuelo, que había perdido a
la mujer más importante de su vida. Los soldados nos ataron a todos, incluso a
la pequeña Nahla, que apenas tenía cuatro años. Todos nos fuimos con las
lágrimas cayéndonos por las mejillas ya que habíamos dejado atrás a una persona
que había sido imprescindible en nuestras vidas.
Nos
llevaron al calabozo, pero no sabíamos por qué lo hacían. Pasamos la noche allí
y pude observar que mamá estaba muy preocupada por todos nosotros, en especial
por el abuelo, que había perdido sus ganas de vivir.
Al día
siguiente un soldado gritó tres veces el nombre de Halima, que así era como se
llamaba mi madre. Ella se levantó y le preguntó qué ocurría. El soldado le dijo
que ya podíamos irnos del calabozo. A la salida nos encontramos con papá, el
cual había perdido un brazo entero porque un civil le disparó al confundirlo
con el presidente. Todos nos alegramos, incluso el abuelo, que veía que su hijo
estaba vivo a pesar de haber perdido un brazo.
Anunciamos
a papá que la abuela posiblemente habría muerto, y rompió a llorar. Sentía
rabia porque la habíamos abandonado en su casa por culpa de la guerra, pero a
la vez sentía mucha tristeza porque quizás había perdido a una persona
que había sido fundamental en su vida. Decidió coger un vehículo que había en
la puerta de la comisaría en la que nos encontrábamos para ir a casa de los
abuelos. Tardamos menos de un cuarto de hora en llegar, ya que papá era el jefe
de las Fuerzas Armadas y nadie le impedía el paso.
Al llegar,
papá corrió apresuradamente hacia la habitación de la abuela. Allí estaba ella,
sin vida, con la tez muy blanca y las manos esqueléticas. Papá le cogió la mano
y la besó, enseguida rompió a llorar. En cuestión de segundos estábamos todos
llorando, excepto la pequeña Nahla, que no era consciente de quien se había ido.
Papá cogió
un papel y un bolígrafo y empezó a escribir una carta en la que anunciaba al
presidente su dimisión como Jefe de las Fuerzas Armadas de Siria, ya
que papá lo hacía responsable de la situación que vivía el país, así como
de la muerte de la abuela.
Nos
reunimos todos en el comedor para decidir qué hacíamos. Papá dijo que debíamos
salir del país antes de que la carta llegase al presidente. Pero antes debíamos
dejar a la abuela en un lugar escondido, para más tarde, cuando la guerra
terminase, organizarle un funeral y darle su último adiós. Ocultamos su cuerpo
en el sótano de la casa, la entrada del cual estaba muy escondida. Más tarde
cogimos mochilas y las llenamos de provisiones para el largo y duro camino que
nos esperaba. Papá decidió que iríamos a Turquía, a un pequeño pueblo de la
costa llamado Samandag, en total recorreríamos una distancia de unos quinientos
quilómetros.
Emprendimos
el camino hacia Turquía tan pronto como vimos que los alrededores de la casa
estaban despejados. Papá nos dijo que iríamos por las montañas para así no ser
vistos por nadie. Ese día hacía mucho calor, pero aun así caminamos treinta
quilómetros. En la semana siguiente completamos un total de doscientos
quilómetros, pero teníamos un problema, el abuelo ya no podía andar más y aun
nos quedaban cerca de trescientos quilómetros para llegar. Esa misma noche
paramos en un pequeño pueblo de Siria, cerca de la frontera con el Líbano.
Llamamos a la puerta de una casa, donde vivía un antiguo amigo de mi padre
llamado Haslam. Nos recibió muy cordialmente y nos ofreció comida y bebida, así
como asistencia médica para el abuelo. Nos dijo que podíamos dormir allí, y así
lo hicimos. Fue una noche extraña, llena de ruidos y gritos alarmantes.
Al
despertarnos, vimos que la pequeña Nahla no estaba en su cama. Salimos deprisa
a la calle, pero no había ni rastro de ella. Papá empezó a desesperarse y fue a
hablar con un militar que estaba cerca de él. Yo me quedé sentado a la puerta
de la casa sin saber qué hacer y sin asimilar lo que ocurría. Pasaron unos
pocos minutos y la conversación entre el militar y papa empezó a coger un tono
violento, hasta que mi padre le propinó un puñetazo al militar, cayendo así
fulminado delante de él. Debía de ser un militar fuerte porque apenas tardó
unos segundos en levantarse. Al levantarse, mi padre ya estaba lejos de él, así
que las balas que disparó no llegaron a alcanzarle. Tan pronto como papá llego
a casa, su amigo nos escondió en un sótano subterráneo que había construido
para ocasiones de emergencia. Pasamos allí unas cinco horas hasta que por fin
el pequeño pueblo quedó libre de violentos militares.
Salimos al
exterior y observamos con impotencia una escena desoladora, había centenares de
muertos delante de nosotros. Papá y mamá revisaron uno por uno para ver si la
pequeña Nahla se encontraba entre ellos. Afortunadamente la pequeña no estaba
allí, pero sí un hermano del amigo de mi padre, que al parecer había muerto por
la explosión de una granada. Seguimos buscando desesperadamente a la pequeña
Nahla, pero nadie podía imaginarse donde estaría. Estuvimos más de tres horas
buscándola, pero ni rastro de ella.
A la
mañana siguiente decidimos volver a buscarla y cuando nos disponíamos a
hacerlo, papá se dio cuenta al asomarse por una ventana de la casa, que los
militares habían vuelto al poblado. En ese momento todo eran preocupaciones, ya
que todos necesitábamos que la pequeña Nahla volviese a nuestro lado. Al cabo
de unos minutos papa entreabrió la puerta con tan mala suerte que fue visto por
uno de los militares. El militar no pretendía hacernos daño pero nos dijo que
nos fuésemos cuanto antes del poblado porque estábamos en peligro. A todos nos
dio ganas de abrazarlo, pero no podíamos, ya que estaba prohibido. En ese
momento todos rompimos a llorar porque la pequeña Nahla no seguiría a nuestro
lado en lo que nos restaba de camino, pero siempre tendríamos la esperanza de
volverla a ver.
Nos fuimos
del poblado tan pronto como cogimos las mochilas con los víveres y provisiones,
pero sin la pequeña Nahla, a la cual debíamos abandonar porque nuestras vidas
corrían peligro. Quien sí vino, fue el amigo de papá, al que veíamos muy
hundido después de la muerte de su hermano. Nos dirigimos hacia la montaña,
donde nos esconderíamos hasta el día siguiente.
Antes de
llegar a la cima de la montaña vimos una cueva y decidimos que pasaríamos la
noche allí. Papá, su amigo y yo fuimos a coger leña para hacer una hoguera
mientras mamá y el abuelo acomodaban la cueva. Cenamos todos juntos, pero muy
callados, ya que era muy grande el vacío que nos había dejado la pequeña Nahla.
Pasamos la noche en la cueva, cosa que antes nadie se habría imaginado, pero
las guerras son así, debes huir de tu casa por culpa de unas decisiones
injustas. Lo peor es que no sabes si todas las personas de tu
entorno volverán vivas, y por si no fuese suficiente, cada día puede ser el
último de tu vida ya que todos los días te enfrentas a múltiples peligros en el
camino de la guerra.
Nada más
despertarnos recogimos todo y nos fuimos tan pronto como pudimos. Bajamos de la
montaña en tan solo hora y media. Después de caminar unos quince quilómetros
llegamos a un pequeño pueblo, de apenas cien habitantes y que estaba libre de
militares. Una vez allí, papá y mamá fueron a buscar a alguien que nos
ofreciera transporte, mientras el abuelo Ayham y yo nos quedamos a la sombra de
un gigantesco árbol, para que así, nuestros doloridos pies pudiesen descansar.
De pronto, al cabo de unos minutos, aparecieron papá y mamá con un todoterreno
en lamentable estado, pero por el cual habían pagado mucho dinero. Al montar al
vehículo di un suspiro y se me dibujó una leve sonrisa en la cara. Creo que
todos estábamos felices de no tener que andar más. Ahora sí, ya estábamos
listos para emprender de nuevo el camino.
En tres
días completamos más de doscientos quilómetros, pero por causas desconocidas el
todoterreno se paró y entre papá y el abuelo no consiguieron arreglarlo. Así
que debíamos ir a pie otra vez hasta la frontera con Turquía. Cogimos nuestras
pertenencias y empezamos a caminar. Apenas llevábamos dos quilómetros cuándo
vimos a lo lejos un barullo de gente y decidimos cambiar el rumbo para evitar
cualquier posible conflicto. Pasamos una montaña y detrás de ella encontramos
un pueblo, la cual cosa nos permitió darnos un pequeño descanso. Allí
vendimos algunas joyas de mamá por algo más de veinticinco mil libras sirias,
las cuales nos vendrían muy bien para lo que nos restaba de viaje. Papá
preguntó el camino que teníamos que coger y le dijeron que debíamos seguir un
pequeño rio, el cual nacía en las montañas que lindaban con la esperada Turquía.
Tardamos
más o menos un mes en llegar al nacimiento de este río porque tuvimos un grave
problema. El abuelo murió unos quince días después de iniciar el camino por el
rio, al parecer por la picadura de un mosquito. Decidimos enterrarlo cerca de
donde murió y colocamos una cruz encima, para así más tarde recuperar su
cadáver y enterrarlo junto a la abuela. Desde entonces papá ya no era el mismo,
ya que la angustiosa guerra le había quitado a sus dos preciados y necesarios
padres, así como a su pequeña Nahla.
Un poco
antes de llegar a la frontera, mi padre llamó por teléfono a un chico que yo no
había visto en la vida, pero gracias a él, la entrada a Turquía fue mucho más
fácil, eso sí, le pagamos una gran cantidad de libras sirias.
Una vez en
Turquía, nos enteramos de que no podíamos estar allí por mucho tiempo, no más
de dos meses. En ese tiempo, mi padre y mi madre trabajaron en negro para poder
comer y pagar el alquiler de un pequeño piso en el que residíamos, porque
habíamos entrado en el país de forma ilegal.
Un día,
cuando ya habían pasado casi los dos meses, papá llegó a casa con una buena
noticia, pero que a la vez también era mala. Había hablado con un señor, el
cual nos ofreció ir en patera hasta Grecia por una razonable cantidad de
dinero, ya que por todo debíamos pagar.
Nos fuimos
de noche, cuando nadie nos veía. Era una patera para treinta personas, pero
éramos casi setenta. La travesía se hizo larga ya que estábamos día y noche ahí
metidos, muy apretados. La verdad es que era un poco estresante y angustioso
pero yo solo pensaba en el futuro, esperando que fuese mejor. Pasaban los días
y no veíamos tierra firme. Estaba hambriento y tenía bastante sed, pero
afortunadamente esa tarde vimos a lo lejos unas preciosas montañas, era Grecia.
Calculé que nos quedaba todavía un día para alcanzar la costa, pero mi madre ya
no podía más, estaba ansiosa por llegar. Me acerqué a ella como pude y la calmé
dándole un abrazo y varios besos a la mejilla. También le dije que se calmase,
que en apenas un día estaríamos fuera de esa maldita patera.
Tuvimos
suerte que en nuestra travesía no hubo ninguna tormenta que nos perjudicase, ya
que había leído que mucha gente había muerto a causa de estos fenómenos
meteorológicos mientras iba en una patera.
Llegamos a
Grecia por la noche, cuando nadie nos veía. Desembarcamos en una playa cerca
del muelle e inmediatamente nos fuimos hacia un hostal sin que nadie de los que
iba en la patera nos viese. Desgraciadamente una patrulla de la guardia costera
griega que estaba por la costa nos vio y nos trasladó a un centro de refugiados.
Allí había
mucha gente como nosotros, incluso peor. Los primeros días fueron un poco raros
ya que no me sentía cómodo. Conforme fueron pasando los días, la estancia allí
se me hizo más amena que al principio. Recuerdo que conocí a un chico iraquí
que se llamaba Alí, como mi padre. Nada más conocernos le dije mi nombre, Asim.
Le gustó bastante, ya que significaba “protector” “defensor”, alguien que hacía
falta en una guerra.
Los días a
su lado eran muy divertidos, en comparación con el martirio que antes había
vivido. Pasábamos todos los días hablando de nuestras vidas. Un día me contó
que él estaba solo allí porque había perdido a sus dos padres y a su hermano en
el incendio de su casa, así que no le quedó otra que huir solo de su país.
Todos los días íbamos a dar una vuelta por el patio y otra vez, hablábamos
sobre nosotros. Un día cogimos un balón y nos pusimos a jugar a futbol. Él
jugaba tan bien que yo quedaba ridiculizado a su lado. Me contó que en su
travesía como refugiado se ganaba la vida enseñando a chavales a jugar a fútbol
o iba a alguna plaza y la gente le echaba dinero mientras él practicaba su
deporte favorito.
Conocimos a
Amina, una preciosa chica que apenas tenía un año más que nosotros.
Desgraciadamente, ese mismo atardecer Amina se fue del centro, tal vez para
iniciar una vida mejor. Alí y yo sentimos un poco de envidia ya que preferíamos
estar fuera de allí, como ella.
Una tarde
de invierno del 2013, cuando todavía estábamos en el centro de refugiados, papá
y mamá me llamaron para hablar. Me anunciaron que nos íbamos de allí. Nos
íbamos a casa de un antiguo compañero de papá que como nosotros, también había
huido de la guerra. Mis padres dijeron que Alí vendría con nosotros y que a
partir de ahí sería un miembro más en la familia. Le pregunte a mamá que porqué
había tomado esa decisión y me dijo que era porque desde que lo había conocido,
yo siempre estaba feliz.
Nada más
llegar a casa del amigo de papá, dejamos nuestras pertenencias y nos fuimos a
celebrarlo a un restaurante que estaba cerca. Allí vimos a unos padres que
estaban pegando a su hija pequeña por no comerse un trozo de carne. En un
descuido de sus padres me acerqué a ella y me quedé muy sorprendido al mirarla
a la cara. ¡Era la pequeña Nahla! Todos pensábamos que la habíamos perdido para
siempre, pero por lo visto, había sido adoptada por ese par de personas
inhumanas, que según ella, le pegaban a diario. Tan pronto como me di cuenta de
todo, se lo dije a mis padres. En realidad, el cambio de ropa y de
peinado había cambiado su aspecto, cosa que la hacía irreconocible
a simple vista, pero al verle la bonita tez que tenía, no cupo la menor duda de
que esa era nuestra pequeña Nahla, con esos ojos azules y esa sonrisa tan
preciosa. Ella, al vernos, nos reconoció en un abrir y cerrar de ojos. Todos
pensábamos que la habíamos perdido, pero no, nuestra pequeña volvió a nuestro
lado. Después de dos meses peleando con los servicios sociales y los
padres de acogida de Nahla, papá y mamá hicieron que la pequeña volviese a
vivir con nosotros. Desde ese momento supimos que una nueva vida estaba por
llegar.
Ahora
estamos en 2018 y desgraciadamente la guerra en Siria todavía no ha cedido. La
pequeña Nahla, que ya no es tan pequeña, entrará el año que viene al instituto,
y saber que sus notas son excelentes me proporciona mucha tranquilidad y
felicidad. A día de hoy, Alí y yo figuramos como hermanos gracias a nuestros
padres. Los dos somos ya mayores de edad y tenemos una pequeña empresa, que en
un futuro esperemos sea muy grande y a través de la cuál ayudamos a los
refugiados de todos los países ofreciéndoles comida, asilo y medicinas, así
como juguetes para los más pequeños.
Desde que
mis padres están trabajando no hemos dejado de ahorrar, para que cuando la
guerra termine en Siria, poder volver y enterrar a nuestros dos preciados
abuelos, como en aquel día prometimos.
FIN
2º premio: Emma Gómez Gasó: ¿LA REALIDAD?
Hola, me llamo Carlota, tengo quince años y dicen que me parezco mucho a mi padre Juan, los dos somos muy altos, corpulentos y cabezotas a más no poder.
Mi pelo es rubio, pero no un rubio normal, el mío es más anaranjado; casi siempre lo llevo recogido en dos topos que me hago en la parte superior de la cabeza, aunque también me gusta mucho llevarlos suelto, sobre todo cuando me lo acabo de lavar. Mis cejas no son pobladas, dicen que tengo las pestañas muy largas, debe ser porque nunca llevo gafas, ni siquiera de sol. La parte del cuerpo que más me gusta son mis ojos, grandes, almendrados, de un color entre gris y verde esperanza, mi abuelo siempre dice que mis ojos hablan por sí solos. Mis labios son carnosos y rosados y mi nariz algo respingona. La gente opina que soy simpática y amable, que llevo una sonrisa en los labios y que estoy siempre dispuesta a conocer gente nueva, la verdad es que me encanta hacer amigos, porque si dice el refrán que quien tiene un amigo, tiene un tesoro, yo debo ser la persona más rica del mundo. Suelo ir vestida con una camiseta azul claro, una sudadera cómoda y calentita, unas mallas negras y mis deportivas preferidas. En pleno invierno me gusta llevar una chaqueta gorda y un buen gorro de lana que me proteja del viento helado y las bajas temperaturas.
Voy a contaros la historia más rara que me ha pasado en toda mi vida. Ayer, a las tres de la tarde, cuando llegué a casa desde el instituto, mis padres me riñeron porque dicen que paso demasiado tiempo pegada a la tecnología, al móvil, a la tablet, al ordenador, a las redes sociales, en fin a todo lo que le gusta a la gente de mi edad. Yo, por supuesto me enfadé, mucho, no me parece justo y me marché a mi habitación, mi lugar favorito para escuchar música, que es lo único que consigue relajarme cuando estoy un poco nerviosita, como dice mi madre. De repente, oí un golpe en mi ventana, me asomé para ver que ha sido y me encontré un pajarito de color canela con el pico anaranjado, alrededor de la pata lleva una anilla con un trocito de tela donde está escrita con tinta roja la palabra Sígueme Carlota.
Madre mía, qué emocionante!!! ¿Os he dicho que además de ser muy extrovertida soy tremendamente curiosa? Pues sí, soy muy curiosa y aunque un poco asustada por la situación, no me lo pensé demasiado y salí corriendo de mi habitación, escaleras abajo hasta el jardín para ver qué quería de mí ese lindo pájaro.
-¿Dónde vamos pajarito?- le pregunté.
Obviamente no me contestó, todos sabéis que los pájaros no hablan, ¿verdad? El Zorzal siguió volando sobre mi cabeza, dando vueltas sobre el mismo sitio cuando notaba que yo me retrasaba un poco y volando otra vez cuando ya lo alcanzaba. Así fuimos atravesando las calles de mi ciudad, casi sin darme cuenta de por dónde íbamos hasta que miré con atención el paisaje de mi alrededor y me di cuenta que estaba llegando a un pueblo con casas de piedra que parecían muy antiguas, con callejuelas empedradas y railes de tranvía como los que yo recordaba haber visto en fotografías del pueblo donde vivían mis abuelos cuando eran niños. Aquel parecía un pueblo fantasma. Seguí callejeando hasta llegar a una plaza amplia, con una fuente en medio y decidí acercarme para beber un poco pues la caminata me había dado mucha sed. Cuando terminé de refrescarme me di cuenta que al otro lado de la plaza había bajo un gran árbol, un grupo de niños y niñas de diversas edades jugando con una pelota de cuero y sin dudarlo me acerqué hacia ellos dispuesta a preguntarles dónde estábamos. Ellos al verme pararon el juego y me observaron. El pequeño pájaro voló hacia el gran árbol y se posó en una de sus ramas.
- Ey, Zorzal, ¿A quién nos has traído?
El pajarillo voló hasta posarse en la mano de una niña que parecía ser la mayor del grupo y empezó a piar como si estuviese contándole quien era yo. Cuando el pájaro calló, los niños curiosos, como son todos los niños, se acercaron hasta mí y me preguntaron:
-¿Quién eres?
- Hola, soy Carlota Vázquez Ocaña. ¿Y vosotros?
- Yo soy Paula- me dijo una niña rubia de ojos oscuros y nariz chata, que debía tener unos diez años.
-Yo soy Samuel pero puedes llamarme Samu, lo hace todo el mundo- respondió un chaval bajito y regordete, con la cara llena de pecas y el pelo rizado todo revuelto. Supuse que tendría unos trece años.
-Hola Samu, encantada de conocerte- le dije sin poder evitar una sonrisa.
- Yo me llamo Kiara, tengo ocho años y soy la más pequeña del grupo, pero eso no quiere decir que sea la que menos corre, cuando quieras te echo una carrera!.
-Hola, soy Belén, no le hagas mucho caso a Kiara, siempre está pensando en hacer carreras.- la chica que me había hablado era menuda y regordeta pero aparentaba más o menos mi edad. Tenía los ojos oscuros y los labios gorditos y una melena larga que le llegaba hasta media espalda.
A su lado había una niña pelirroja, alta y delgada con los ojos muy azules y que me contó que tenía doce años y se llamaba Jimena.
-¿Quién es esta chica?- preguntó un niño moreno con la cara llena de pecas que me recordó a Samu.- Hola yo me llamo Miguel y si, veo por tu cara que ya te has dado cuenta que Samu y yo somos gemelos.
Nos echamos todos a reír al mismo tiempo. Después empezaron a preguntarle todos a Carlota como había llegado hasta allí y de donde venía. Ella les contó que había salido de su casa siguiendo el vuelo del Zorzal y que había llegado hasta allí pero no sabía ni cómo lo había hecho.
-Por favor, ¿podríais prestarme un teléfono móvil para llamar a mis padres? He salido tan rápido de casa que no he cogido el mío- les pidió Carlota.
-¿Un qué? ¿Qué es eso de un teléfono móvil?- preguntó Miguel
-¿No sabéis que es un móvil?-
- Noooo- dijeron todos al unísono.
- Bueno, vale. ¿Alguno tiene ordenador? Podría enviar un email a mi madre y avisarla
-¿Ordena que?
-Madre mía, claro tampoco sabréis lo que es el Wifi, ¿verdad?
Los niños se miraron extrañados moviendo la cabeza.
-¿Qué son todas esas cosas que dices Carlota?- preguntó Samu
-¿De verdad que no lo sabéis?- dijo Carlota un poco alucinada.- Chicos perdonad, una pregunta más. ¿En qué año estamos?
- Nenita, eso sí que te lo puedo contestar yo- respondió Kiara- estamos en 1901.
-¿Qué? No puede ser, eso es imposible, cuando hace un rato yo salí de mi casa era 2018. ¿Qué ha podido suceder? Esto es una broma, ¿verdad? Ay mi madre, he debido viajar a través del tiempo, es la única explicación que encuentro. ¿Y ahora qué hago? – reflexionó Carlota entre asustada y maravillada.
El grupo de amigos se quedaron mirándola y tuvieron una idea
-No puedes ir vestida así por la calle- dijo Jimena- tienes que cambiarte de ropa para no llamar tanto la atención. Vas vestida de pleno invierno y estamos casi en el mes de mayo, debes estar un poco acalorada.
-Vale, vamos a mi casa, yo tengo más o menos la misma talla, mi ropa le puede servir. Así nadie sospechará de ti- afirmó Belén.
-También habrá que enseñarle modales y costumbres, tienes una forma de hablar muy diferente a la nuestra- dijo Paula.
-Pues tenemos trabajo que hacer, manos a la obra.
Y partieron todos hacia casa de Belén. Mientras ésta le proporcionaba le vestuario, el resto del grupo se encargó algo para comer, pues mis tripas rugían muertas de hambre. Al cabo de un rato consiguieron transformar a Carlota en una joven de la época.
A la hora de la cena todos los del grupo trajeron bocadillos preparados por sus madres y por supuesto todos se habían acordado de traer algo de comida para Carlota. Ella se sentía feliz con sus nuevos amigos, pero empezaba a oscurecer y echaba de menos a sus padres y a su hermana pequeña. Decidieron que al día siguiente se reunirían para tratar de buscar una solución al problema de su nueva amiga. Carlota pasó la noche en una cabaña de madera que tenían los amigos en el patio de la casa de los gemelos. Pensaba que no podría dormir pero estaba tan agotada que se quedó dormida casi sin darse cuenta.
A la mañana siguiente, reunido todo el grupo en la cabaña, decidieron ir a buscar a Martín, que era el manitas del pueblo y, según los rumores de la gente, el loco que podía inventar todo lo que su imaginación se propusiera. La encargada de ir a buscarlo fue Jimena. Lo encontró en su taller, rodeado de cachivaches raros y objetos únicos que nadie sabía para que pudieran servir. Jimena tomó aire y entró decidida en el local
-Buenos días muchachita. ¿En qué puedo ayudarte?
-Buenos días Martín. Quería saber si puedes montar una máquina del tiempo.
-¿Una máquina del tiempo? A ver, me pillas, me pillas despistado. Espera que piense…...Si, ¿pero para qué quieres tu una máquina del tiempo?- dijo Martin rascándose la barbilla
-Es una larga historia pero te la voy a resumir en cuatro palabras. Es para una chica que apareció ayer en la plaza mayor, vestida con unas ropas muy raras y diciendo que venía del año 2018.- simplificó Jimena
-Bufff, la verdad es que es una historia un poco rara pero vamos a ver qué podemos hacer para ayudarla. Al fin y al cabo tus amigos y tú sois los únicos que creéis que yo soy un gran inventor. Necesitaré tablas de madera, metales, tres ollas, diecisiete palos finos, agua caliente, tornillos y un bocadillo de jamón, perdona es que siempre tengo hambre.
Jimena fue hacia la plaza donde estaban todos y les contó la conversación que había tenido con Martín e inmediatamente se repartieron la tarea de conseguir todos los materiales para construir el artefacto. Poco a poco fueron acudiendo al taller de Martin con los materiales, Kiara llevaba los diecisiete palos finos, Jimena había conseguido tablones de madera, Miguel los tornillos, Samu trajo las ollas de su abuela diciéndoles que rezaran para que ésta no se diera cuenta de la desaparición de los cacharros de cocina. Belén trajo el agua caliente y Paula el metal. Carlota aportó un bocata de jamón que le habían llevado esa mañana para desayunar. A Martín los ojos le hicieron chiribitas y tras engullir el bocadillo con mucho gusto y darles las gracias unas cien veces por su eficiencia, les dijo que se iba a poner a trabajar en la máquina viajera.
Al cabo de ocho horas el artefacto ya tenía forma y Martín les anunció que solo tardaría un par de días en hacerla funcionar. Los amigos se abrazaron con alegría y decidieron aprovechar esos días para conocerse un poquito mejor.
Los dos días pasaron volando entre juegos, risas y canciones. Ellos le mostraron cómo se divertían y Carlota les enseñó las canciones que sonaban en su época, sobre todo las que cantaban los participantes de su programa de televisión favorito, Operación Triunfo, cosa que a ellos les sonaba muy raro pero les divertía.
Llegó el momento más duro, el de la despedida, fue muy triste y conmovedora para todos ya que se habían cogido mucho cariño pero Carlota tenía que volver a su casa. Se dieron un abrazo muy fuerte y ella entró en la máquina que la llevaría de nuevo a su vida. Martín hizo las últimas comprobaciones y empezó la cuenta atrás: 60, 59, 58, 57…… hasta el 3, 2 y 1. Y la máquina comenzó a moverse.
Di un salto y me desperté en mi cama, y comprendí que todo había sido un sueño, un extraño sueño, porque aunque no podía ser real, en mi mano yo tenía una anilla con un trocito de tela donde está escrita con tinta roja la palabra Sígueme Carlota. Sígueme.
1er premio: Helena Zvorygina Teruel: CRIATURAS DEL TIEMPO
Estaban solos. Solos en el mundo. En aquel momento, no; pero, en todos los demás, sí. En aquel momento les acompañaba la luna. Resplandecía en el cielo como siempre lo había hecho. Permanecía intacta. Sin embargo, todo aquello que iluminaba la luna esa noche, dejó de estar intacto hace mucho tiempo.
En aquellos instantes, sentía mucho entusiasmo por conocerle, al fin. El caso es que no podía presentarse ante él de cualquier modo. Sería extraño hacerlo sin disimulo alguno, sin considerarlo detenidamente. Pensar en el siguiente paso era esencial. Hasta el momento sólo había conseguido averiguar una cosa importante sobre su rutina diaria, un dato suyo: cogía una línea de metro en su zona de residencia cada mañana para dirigirse a un lugar desconocido. No sabía qué edad tenía, por lo que existían distintas opciones respecto a la incógnita del destino final del viaje iniciado a tempranas horas del día: trabajaba o estudiaba, o hacía las dos cosas a la vez, o no realizaba ninguna de estas alternativas.
Había sabido sobre él, anteriormente. Sin embargo, su contacto, por aquel entonces, no era de ninguna manera cercano. A pesar de ello, el día en que decidió buscarle después de mucho tiempo sin verle, se dio cuenta de que lo necesitaba más que nunca. En realidad, era preferible dejarlo simplemente en que lo necesitaba, pues en otros tiempos no le requería en absoluto. Había sido siempre un extraño para ella. Antes se llamaba Nicasio Collingwood, y estaba completamente segura de que su nombre ya no era el mismo. Por lo que, ante la situación implícitamente descrita, las incógnitas, los misterios, solicitaban su total atención.
…
Era un buen café, el Biancoto, llamado así por la familia. Su compañero de trabajo se lo había recomendado, y no en vano, pues el día siguiente cogió la cartera que nunca cogía (aquella tan espaciosa como vacía) y la utilizó para guardar los restos de la empanadilla que posteriormente entregaría al conejo negro que vivía en el jardín de su casa a modo de ofrenda. Cabe decir que la estancia de Blacky era tan temporal como espontánea. No obstante, últimamente se había quedado con su (no) dueña más tiempo del que solía pasar en la casita que le había construido Winnie tras la tercera y no definitiva visita. Se veía que no tenía familia, o podía darse el caso de que no deseaba precisamente compartir su casita de madera con nadie más. En ese caso, Blacky era un completo egoísta. Aquella característica era la que compartía con el ama de su vergel favorito: Winnie también vivía sola (por supuesto, sólo hasta la llegada del pequeño mamífero). Por tanto, la casa se mantenía en silencio durante la mayor parte del tiempo. Tal era así que, los vecinos, creían firmemente que junto a ellos habitaba un fantasma que daba señal de su existencia en contadas ocasiones. No se trataba de una creencia tonta, ni mucho menos. Winnie regresaba muy tarde a casa, a horas en que el barrio dormía plácidamente y no pretendía mantenerse en vela esperando al supuesto dueño de la casa que nunca parecía dejarse ver. Por tanto, la anécdota del fantasma se convirtió en la más escuchada durante varias semanas. Algunos jóvenes llamaban al timbre o golpeaban la puerta con la fuerza que era suficiente para asustar a Blacky y hacerle escapar del alboroto a través de los arbustos que ocultaban un agujero pequeño en las vallas del jardín. El sonido de los arbustos agitándose por la velocidad del conejo no era apreciado con total claridad por los adolescentes curiosos, por lo que el silencio era el único que parecía responderles a las palmadas sonoras que chocaban contra la puerta verde oliva del número 39.
Cuando Winnie volvía por la noche y veía que Blacky había desaparecido, esperaba su regreso a la mañana siguiente. Sin embargo, los días pasaban y aparecía al mes siguiente, por lo que suponía que aquellos muchachos excesivamente interesados en el fantasma de su calle habían vuelto a asustarle. ‘Gente aburrida’, imaginaba Winnie. Lo pensaba sabiendo que era ella quien seguía al viejo Nic, observando sus gestos en el metro a la hora de sacar de su cartera el billete que ya tenía comprado y que tenía validez durante un mes para un viaje de ida y vuelta al día. Se daba cuenta de que sus pensamientos resultaban contradictorios, pero se trataba de un hecho que no tenía importancia.
Hacía poco, el chico que controlaba que en el metro no se produjera ningún conflicto, el de seguridad, le preguntó si pensaba comprarse algún día un billete y utilizar de forma adecuada el transporte. Sin embargo, ella no lo utilizaba. Se dedicaba a sentarse en el banco que miraba hacia el tren que vendría y cuando todo el mundo entraba en él y la zona se quedaba vacía, todavía seguía aguardando allí hasta que se ponía en marcha el vehículo. Ante la interrogación tan inesperada por parte del hombre, que aparentaba unos pocos años más que ella (y era tan delgado como Winnie), le dio un par de libras que había cogido aleatoriamente de su bolsillo y esperó que se fuera satisfactorio dejándola en paz. En cambio, el chico de seguridad no se mostró para nada complacido y no logró entender el mensaje del dinero. A pesar de ello, no le devolvió las libras; se las quedó y le invitó más tarde a tomar algo. Aquello no tenía nada de romántico: se trataba del dinero de Winnie que el guardia había aceptado pretendiendo realizar un bonito gesto.
— ¿Seguro que no te apetece nada? —Al que le apetecía tomarse algo era el guardia, desde luego. Sin duda, su estrategia era tan útil para él como lo era para Winnie el tren que nunca cogía.
No cogía el tren por la simple razón de que no se atrevía. Nunca había sido una persona demasiado aventurera, pero el hecho de no atreverse a hacerlo se debía también a una cuestión exterior. Había pasado un tiempo desde que averiguó que Nic seguía viviendo en el mismo barrio en que había vivido siempre, aunque no en la misma casa. Él todavía no se percataba de que alguien le seguía, y aquello era un punto a favor para la acosadora. Aun así, verdaderamente, no era una acosadora con malas intenciones.
— ¿La infusión de manzanilla y la empanadilla?
—Lo de siempre. —Le devolvía la sonrisa a Carol, la camarera que siempre le atendía en el café.
Así eran las conversaciones de Winnie casi cada día de su vida en el café. Carol nunca le decía nada nuevo, no era su amiga a pesar de tener la misma edad, por lo que su estancia en el recinto resultaba un poco incómoda a la vez que poco duradera.
Luego, estaba el asunto de su trabajo. Trabajaba de noche en un restaurante famoso e impregnado de un ambiente juvenil y clásico al mismo tiempo. Era elegante, pero no demasiado. Cerraban a las doce, aunque no sabía el por qué, puesto que la gente ya comenzaba a irse cerca de las once y los empleados se pasaban el resto del tiempo jugando a las cartas entre ellos. Winnie jugaba de vez en cuando, sin apostar nada significativo. La diversión estaba asegurada con su compañero Terry, el cual no era del todo un amigo. Aun así, a Winnie le apetecía convencerse a sí misma que gozaba de una buena amistad, así que ella lo consideraba como un amigo al cual apreciaba bastante.
Terry se llevaba muy bien con todos los empleados del restaurante. Le encantaba trabajar en The Essence. El nombre del sitio en cuestión tenía tanta esencia como el propietario que lo eligió. Winnie y Terry creían con total seguridad que Jack pensó en vender un perfume desde el principio, pero al no darse lugar esta opción, no tuvo más remedio que abrir un restaurante (el plan B) con el nombre que siempre quiso ponerle a su perfume inexistente. La gente bromeaba con que, realmente, el restaurante olía muy bien, y no se equivocaban. Winnie se encargaba de cocinar los postres, y se le daba tan bien como acosar a Nic. Quizás una manera de poder presentarse ante él era con una tarta de chocolate, así el encuentro resultaría más ameno.
…
Hacía un tiempo que Sito no pisaba el suelo siempre limpio y brillante de aquella especie de templo que tanto odiaba. Más que un templo se trataba de una academia, un instituto religioso al que acudía por pura obligación. Sus padres lo habían llevado allí ante la situación descontrolada de su hijo. Elsa, la madre, lo tenía completamente claro: necesitaba un ambiente en que fuera instruido y en el que pudiera adoptar los valores que en un futuro agradecería haber aprendido. El caso es que a Andrés no le gustaba la enseñanza impartida por los profesores que creían en la religión del jainismo. Nunca antes había escuchado algo acerca de esa religión, pero no se trataba de una doctrina demasiado distinta respecto a otras como el hinduismo o el sijismo. La rebeldía del hijo de Elsa y Robin no era adecuada para ellos, ni para la sociedad en general. ¿Se transformaría acaso en el maleante llamado Michael Daniels que hacía años había huido de su misma zona de vivienda? Quizás el hecho de que Sito se relacionara con la hija de Daniels le hubiera influido de manera negativa. Pero, la hija, Maeve, no parecía mala persona. Sin embargo, para algunos vecinos lo era. Elsa no podía verla del mismo modo en que lo hacía la gente cercana; no podía hacerlo después del regalo que le había hecho: la poltrona que siempre había buscado y que iba a favorecer el aspecto de su hogar de buena manera. Elsa era una decoradora de casas y también le apasionaba el diseño, por lo que sabía apreciar aquel detalle tan valioso para ella de parte de la amiga de su hijo. Gracias a Maeve, Andrés tenía que lidiar con que su familia le apodase Andresito, debido a que su amiga parecía una niñera que trataba de evitar que se comportara como un sublevado, o simplemente se trataba de una persona que lo cuidaba mucho. Sito fingía que le molestaba que lo llamaran así, pero en el fondo le hacía gracia y había conseguido un apodo que tenía en alta estima.
Sito había conocido a personas indias que habían ingresado ese mismo año, como él, pero gran parte de los alumnos del instituto eran aquellos que estudiaban allí desde hacía bastante y que no esperaban en absoluto la reforma realizada por el señor Harris, director emprendedor que pretendía crear algo único y diferente como aquel nuevo centro. Lo que no sabía él era que algunos estudiantes se marcharían en un futuro para estudiar en otro lugar en que el director no estuviera obsesionado con generar dinero a base de su no tan propia originalidad, ya que la idea le había sido sugerida por un amigo que había viajado a la India y había conocido el jainismo. Resultaba curioso el hecho que durante un tiempo su amigo había trabajado como subdirector, ayudando a Harris a adaptar la religión al instituto, y se había marchado tras un tiempo. Sito lo tenía claro: si él hubiera estado en el lugar del amigo, no se habría ido ‘voluntariamente’ del instituto con tanta delicadeza, y se alejaría del hombre vanidoso con el que mantenía una amistad.
Ser rebelde no era lo mismo que ser vanidoso. Era mucho mejor. Sito robaba de vez en cuando cualquier tontería que no fuera demasiado cara, pero últimamente había comenzado a hurtar algún que otro artículo elevado de precio y que, en ciertas ocasiones, le venía bien para hacer un regalo de cumpleaños. A todos, excepto a sus padres y a Maeve, obsequiaba con los productos robados. Su rebeldía también se manifestaba a través de la cantidad de días que faltaba a su antiguo centro de instrucción para irse a tomar algo con sus amigos. En realidad, no eran sus amigos. Su amiga era Maeve, que pronto marcharía a la universidad dejándolo solo en Exeter, en la ciudad europea de las flores. ¿Cómo podía ser capaz de hacer algo así? Sito lo entendía, pero no quería permitirle irse sin él.
Ella le decía siempre que si tenía que alejarse de él durante un cierto tiempo era su entera culpa. Si hubiera estudiado podrían ir a la facultad juntos.
—En la ciudad hay universidad, ¿por qué tienes que irte a Oxford?
— ¿Tú estudiarías aquí? —Así le contestaba Maeve a su amigo cada vez que sacaba el tema de los estudios. Él, precisamente, no tenía el derecho de hablar de sus estudios cuando no tenía ninguna aspiración en la vida.
—Reconoce que lo que no te gusta es tu ciudad y por eso quieres irte lejos. —Sito tenía razón, por mucho que Maeve no quisiera reconocerlo.
—Da igual. Si pudieras estudiar conmigo vendrías a Oxford, no te quedarías.
—Lo sé, pero no me admitirían. Iría para trabajar.
—Pues trabajarías y entrarías en la universidad más tarde.
—De acuerdo, haría eso. —Desde que Sito ‘estudiaba’ en un instituto religioso, no soportaba la idea de quedarse por más tiempo junto a los jainistas, y aun así lo hacía. Por ello, no le importaba el lugar adonde fuese Maeve: él iría tras ella y podría alejarse de Harris, de la profesora de ética y de muchos otros que le seguían la corriente al director emprendedor.
Sito ocultaba un secreto. Él creía que sus padres conocían cuál era y que éste había sido el motivo por el cual le habían enviado al templo jainista. Su padre Robin también había pasado por una época difícil e incomprensible. Fue en este mismo tiempo en que había conocido a su futura esposa, y a la cual no le importaba la manera de ser de su prometido. Por tanto, los padres podrían haber sido un poco más flexibles con él. En su caso, ¿por qué no habían aceptado destinarle a un colegio más cristiano?
Elsa y Robin tenían miedo que la religión cristiana no aceptara el secreto de su hijo. Y aquella era la realidad de Sito.
…
Maeve sintió la ausencia de su amigo aquella mañana de lunes, sin duda. Sin embargo, volvería, pensó, así que no había ningún problema. El problema lo tenía Sito, que a su vez estaba lleno de enfrentamientos internos. Se imaginaba a Andrés en un bosque, apoyado en un árbol, pensando en sus cosas y en ella. En cualquier caso, él sabía que a Maeve no le importaba que se fuese, que no le avisara de ello. Ella no hacía preguntas, no le agobiaba como lo hacía otra gente. A pesar de ello, su amiga siempre estaba alerta y tenía en cuenta cada situación, cada momento. Sito no se preocupaba del olvido: él no iba a sufrirlo, siempre tendría un hueco al que acudir en la mente de su amiga, y aquel era el hogar más convincente de todos.
Cuando había transcurrido casi dos semanas desde la desaparición de Sito, las preocupaciones comenzaron a hacerse presentes en la cabeza de Maeve, que cada vez sentía más enfado hacia Andrés. ¿Cómo se había podido marchar, cuando siempre insistía en que ella se quedara? Andrés le había hecho una promesa invisible, una promesa al aire, aquella de no alejarse nunca. La promesa se había roto, y ella iba a ser el pegamento que volviese a juntar sus partes. Por tanto, fue a casa de Elsa y Robin y preguntó qué pasaba con su hijo. El caso es que su hijo había estado todo ese tiempo en el templo jainista, sin regresar a casa, a modo de internado. ¿Por qué? Por voluntad propia. Y, entonces, el mundo dejó de tener sentido para Maeve.
El Instituto Jainista Inaugurado Por Benjamin Harris, cuyo nombre figuraba del mismo modo y con las mismas mayúsculas en la fachada del edificio principal, no se encontraba demasiado lejos de Exeter. Quedaba a una hora de camino, por lo que Maeve siguió de alguna manera las huellas de Sito cogiendo el tren que él siempre cogía. Llegó y sintió escalofríos en el momento de cruzar la puerta marrón y grande. La fotografía del director no faltaba en la pared central de la entrada, y por fin pudo conocer el rostro de Benjamin Harris, con el cual se encontraría tiempo más tarde.
Se sentía bastante perdida. Sito nunca le había hablado del instituto y de su organización tan extraña, que le recordaba a un laberinto sin salida. Preguntó por el curso que estudiaba su amigo, y en el aula en la que debería encontrarse no había rastro de Andrés. Sus huellas habían desaparecido.
— ¿Necesitas ayuda? —Una voz a sus espaldas sonó grave y segura, autoritaria. No obstante, se trataba de un secretario que andaba con carpetas pesadas y, a simple vista, con las hojas desordenadas.
—Busco a un alumno en concreto.
—Entonces, lo siento, no puedo orientarte. Si quieres, puedes solicitar tu ingreso en el recibidor.
El secretario se alejó con prisa, con la sensación de que sus brazos se romperían en cualquier instante. Seguramente el director tenía la intención de difundir sus fantásticos logros a cualquier persona, pensó Maeve, por eso el chico había actuado de manera tan propagandística. ‘¿Dónde estás, Sito? ¿Quién te ha encontrado antes que yo?’
…
Winnie y Sito tenían que aceptar que no eran personas normales. Aquella no era la vida que solían llevar un tiempo atrás. Su lugar se encontraba en el pasado, en sus viejas casas en las que se sentían verdaderamente a gusto y no del todo solos. La máscara que cubría sus rostros había desaparecido. Ellos no eran prescindibles, el futuro dependía de las criaturas que, como ellos, tenían otros nombres y se ocultaban bajo la faceta de la modernidad. No había tiempo que perder, se reunirían con los demás. Winnie tenía un cierto instinto con el que podía localizar a aquellos que necesitaba, o eso pensaba Sito.
—Llámame Nicasio, o Nic.
Winnie iba a hacerlo de todos modos. Sito sería un buen nombre, pero aquel era mejor. Y, por más que insistiera su nuevo amigo, no iba a confesarle cuál era su nombre actual. Ella era la Winnie de siempre, no Sally, ni Sal, ni señorita Johnson.
Nicasio sentía la presencia de Maeve en todo momento. Sabía que lo estaba buscando, que ya habría ido a su casa o incluso al instituto de Harris, y que estaría planificando la búsqueda de su amigo. Maeve lo encontraría, y deseaba que hiciera eso, ahora que ya no podía regresar.
—Sito, ¿me estás apuntando? —Aquella frase se repetía continuamente en las pesadillas de Nic desde que Winnie le había convencido de robar algo que podrían necesitar.
La pistola que Nicasio había cogido prestada de la tienda abandonada había acabado en el bolsillo trasero derecho de su pantalón, y no pensaba separarse de ella, pero se había prometido a sí mismo no utilizarla a excepción de que se encontrara en una situación de necesidad absoluta. A pesar de ello, él mismo no sabía qué clase de necesidad había en sacar la pistola y apuntarla contra Maeve, su amiga. ¿Qué clase de amigo era Nicasio? ¿Y qué clase de amiga era ella? Maeve le había dicho en sueños que sus padres habían muerto.
Vio a Maeve en la poltrona roja de su padre, que tanto le gustaba porque le recordaba a él. Cuando leía un libro, sus ojos no estaban leyendo realmente. Su mente volaba, Maeve volaba. Siempre que comenzaba un libro no esperaba a terminarlo. Cogía otro, y algunas veces Elsa le dejaba investigar en la estantería de su despacho y escoger aquel que más le atrajese. Ella era bienvenida en su casa en cualquier momento. Y cuando venía, se marchaba. Cuando dejaba un libro a medias, ella podía cambiarlo y continuar con su lectura como si nunca hubiese leído nada, olvidando las páginas y los aromas almacenados en su corazón. Ella los rechazaba, y su corazón se vaciaba con facilidad. Su padre había sido acusado de asesino, pero su vida social se mantenía relativamente en calma. Ella iría a la universidad porque era buena estudiante, no por obligación, sino por ella misma. Y tenía un amigo y una madre por los que lo daba todo. Mientras su madre trabajaba, ella ordenaba la casa y hacía sus deberes, y le sobraba tiempo para escaparse a la casa de al lado hasta su regreso a medianoche. Nunca estaba sola, pero nadie trataba de retenerla. Ese era su problema: la libertad del mundo.
Nicasio odiaba el templo jainista tan extraño, al cual le habían enviado sus padres creyendo que así solucionarían el problema de su hijo, que era en realidad el secreto del cual tanto se avergonzaban. Winnie, en cambio, quería ayudarle y sentirse acompañada, buscar a su verdadera manada junto a Nicasio, que también lo necesitaba de algún modo. Ellos estaban solos. ¿Por qué Maeve había vuelto en sus sueños? Ella no había conocido la soledad, hasta aquel momento, cuando Nicasio la apuntó con una pistola robada. Nicasio robaba tanto que incluso pretendía quitarle la existencia a su amiga. Maeve era la Libertad. Él era el Prisionero. La cuestión estaba en que, verdaderamente, la libertad no le hacía sentirse libre.
Bajó la pistola y la volvió a levantar, esta vez colocándola en su sien, con el dedo en el gatillo, con el corazón en un puño o, simplemente, sin corazón. Nicasio había fallado a la única persona que le importaba, y todo lo demás había dejado de importar.
«Bájala», le ordenó Winnie. Maeve lanzó un grito. Su amigo iba a matarse a sí mismo. Nicasio disparó, pero Maeve desvió la ruta de su pistola y el aire recibió el golpe. La bala cayó al suelo de forma silenciosa, emitiendo un sonido inaudible al chocar contra la tierra húmeda. Maeve todavía sujetaba la muñeca de su amigo, y susurró dos palabras, de manera casi ininteligible, pero escuchadas de forma muy alta, como si las hubiera pronunciado a través de un megáfono. Todos los árboles que los rodeaban pudieron oír con claridad lo que Maeve le dijo al oído, con suavidad, con intensidad.
«Lo siento». Sentía no haberle encontrado antes. De hecho, sentía no haberlo encontrado todavía, de haber cumplido con su promesa invisible únicamente en sueños tan reales como aquellos. También sentía no haber sabido antes el verdadero problema que tanto le molestaba: sus ojos rojos.
Aquella disculpa le quemó el alma a Nicasio. Su pecho ardía y podía notar el dolor que le causaban sus actos, sus robos, sus errores. Aquella noche habían muerto tres personas, incluido el viejo Sito. Sito había dejado de existir. Ahora era el verdadero Nicasio, el que había estado buscando, el que, al fin, había despertado después del disparo que, aunque no hubiera recibido, había sentido. Había apuntado momentos atrás a su espejismo, no a su amiga Maeve. Su reflejo era el que le causaba tantos problemas, y se encontraba en el único lugar en que dejaba de sentirse como un lobo solitario: el corazón de Maeve.
«Lo siento», repitió Nicasio las palabras de la chica. Había olvidado todas las palabras que conocía, de la misma manera que Maeve dejaba de recordar lo que había leído del libro sin terminar, de la misma manera en que Winnie había olvidado por qué lloraba arrodillada en el suelo.
Ahí empezaba todo, el viaje sin regreso, la entrada sin salida, la pérdida sin reencuentro. Nic esperaría a Maeve y, mientras tanto, los padres de Nicasio seguirían muertos, Maeve continuaría pensando en los suyos y Winnie lloraría cada anochecer por una razón que el mundo entero desconocía.
Winnie esperaba chocar el que había estado observando la misma luna cada noche junto a ella, de forma invisible. Ella esperaba a su conejo, Blacky, que nunca había sido suyo del todo. Así era: lo echaba de menos desesperadamente. Estúpidos adolescentes, pensó Winnie, que lloraban por las malas notas y las malas citas, cuando lo que de verdad importaba era el conejo negro que ya no comería las empanadillas ni viviría a gusto en la casita del jardín.
2º Premio Jorge Climent Pla: Aquella felicidad utópica
Temo que me vean escribir
me avergüenza tener que hablar conmigo mismo
para encontrar un consuelo
que nadie más puede otorgarme sino el cuaderno.
Oculto mis sentimientos
quizá porque me aterra la idea de dar pena
quizá porque en realidad soy frío y tímido
quizá porque la razón por la que escribo eres tú.
Lo siento
Qué complicado es pronunciar estas palabras
qué difícil es deshacerse de tu orgullo
cuando todo va mal
cuando es necesario perder la razón
cuando es necesario pedir perdón.
Y qué importante fue para mí disculparme
solo buscaba que de mi boca saliera un “lo siento”
para que acto seguido respondiera un “te quiero”.
Me encanta cuando todo sale mal
El tiempo trajo nuestra verdad
nunca creí en lo nuestro
tampoco me interesaba
me comporté como un estúpido
y me llevé una grata sorpresa
ya que la vida archivó mis palabras
para luego invitarme a tragarlas.
Amorología
Porque cuando estoy hundido siempre estás ahí
porque te duele verme sufrir
porque a pesar de mí, sigues a mi lado
te convertiste en química.
Hiciste del amor la más potente de las drogas.
Tantos intentaron apagar mi llama
pero tú eres el oxígeno que combustiona mi fuego.
Craso encuentro con la rima
Me sumergí en la poesía
reflejo artístico del dolor
luz resplandeciente en su máximo esplendor
martes de desastres resonando tu melodía.
No concibe la ironía el adormecido soñador,
cuando estoy triste pienso en ti primero
número irracional que quisiera ser entero
donde esperarla fue su peor error.
Café puro sin endulzar
Nunca quiso jamás
dicho ser inerte
encontrar su suerte
mas en su ojalás.
Luz solar necesita
marchita bella flor
que amor, y color
su cariño transmita.
El reencuentro
¿Búsqueda?, Se terminó
¿motivación?, Se esfumó
y fue la lucha en vano
sin cosechar beneficio
inmediato.
Volví a nacer, encontré
todo aquello que perdí,
el rayo me despertó
y desapareció la rabia
Contenida.
Al sacarme el antifaz
vi, todavía el día.
Gracias, tú, por ayudarme
a reencontrar mi valor.
Tantas respuestas sin pregunta
Porque la felicidad es efímera,
la vida es la suma de la gente que te rodea,
de tus experiencias,
de tus victorias y derrotas.
Llega “el gran día”
logras aquello que añorabas,
haces realidad tus sueños de niño
y por fin coincides con ella.
No sabes si es la definitiva, pero te enamoras.
Me hubiera gustado hablar con mi yo del pasado
decirle que nunca olvide de agradecer,
de buscarle el canto a la moneda,
de disfrutar del presente
y de no ver un charco donde solamente hay dos gotas.
Que un “lo siento” vale más que cualquier escusa
y que el orgullo a veces es nuestro peor enemigo.
De pronto, llegas a casa y no está,
todo terminó y te ves solo,
vagando en un mundo en el que nada es cierto
ni todo es falso.
Un mundo de altibajos,
recorriendo el pasillo
en busca de respuestas,
preparando cena para dos y
respetando su parte del sofá
leyendo el libro que no le gusta
y se dejó por la mitad.
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